Durante los últimos años hemos sido testigos de una ola incesante de opiniones respecto a la imperiosa necesidad de innovar, como mecanismo ineludible para la supervivencia de la empresa contemporánea, que se desenvuelve en un entorno vertiginoso y cambiante. La única vía para promover la innovación en nuestras empresas es mediante el apoyo gubernamental. Esta concepción ha estado justificada mediante el uso de una frase: la innovación conlleva implícito un alto nivel de riesgo, por lo que el objetivo es atenuar los mismos.
En este sentido, resulta paradójico considerar que las subvenciones sean la panacea para afrontar la innovación en nuestras empresas. Hemos vivido momentos críticos en el que hemos observado las dificultades que está afrontando el sector público para responder a la diversidad de demandas que reciben de múltiples agentes.
Alrededor de las subvenciones se han generado (al menos) dos vertientes: quienes ponen de manifiesto las distorsiones que los mismos pueden generar; y quienes defienden su utilización para subsidiar empresas en sus fases de nacimiento y fortalecimiento. Dadas estas situaciones tan disímiles era inevitable que surgieran preguntas: ¿Cómo promover la creación de empresas eficientes?, ¿cómo subsidiar sin generar dependencia en estas empresas?, ¿cómo incrementar la competitividad de nuestras empresas?
Encontrar respuestas a estas cuestiones, no será fácil, considerando la complejidad del contexto y además la sensibilidad que caracteriza el tema de las subvenciones. Pero si hay algo claro en todo este panorama, las empresas deben implicarse directamente en la innovación. Este compromiso exige designar recursos humanos y económicos para el desarrollo de estas actividades, y el uso eficiente y racional de aquellos recursos provenientes de fuentes externas, fundamentalmente los de origen público, ya que los mismos normalmente no generan compromisos financieros, y en consecuencia, puede tenderse a realizar un uso ineficiente de los mismos.
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